miércoles, 24 de septiembre de 2014

Mujer



I
Pies de sal y pimienta.
Tobillos de harina.
Cucharas como piernas de plata.
Mulsos de almíbar y clavo de olor.

II
Tu sexo de frutas de estación
En un arroyo bajo el naranjo.
Caderas de trigo tostado.
Con un hueco de aceite, un chorro de ombligo.

III
Nalgas de avena y miel.
Campos dorados de pasión.
Vientre, cazuela, puchero.
Alimentas al hijo, al hombre y al dios.

IV
Pechos de arroz con leche.
Pecas de canela.
Te mordisqueo con los dedos.
Te esfumo con mis yemas que queman.

V
Déjame bajar ese cuello de manteca.
Dulces labios de mandarina.
Que suene tu risa de zumo.
Hasta escupir tus dos semillas de nariz.


VI
Quiero tus ojos de uva llena.
Ojos de pulpa risueña.
Ojos de Vino.
Lagrimas de mosto.


VII
Mujer que alimenta, aviva.
Mujer que amamanta, consuela.
Mujer que nutre, enamora.
Mujer que satisface, enloquece.


Ilustracion de Conrad Roset (un verdadero Genio)

jueves, 11 de septiembre de 2014

Brigitte

Habíamos acabado de almorzar, me tocaba levantar los platos con Justino, porque para ello disponíamos de una férrea rutina donde en tanda de dos hermanos nos ocupábamos de las labores domésticas menores.
Lo hicimos rápidamente para poder ir al parque a jugar.
Nuestra casa estaba ubicada en un gran terreno que hacia parte del hospital, rodeada de guayabos, mandarinos, pomeleros y mangos,  al frente, una fila de gravileas custodiaban la entrada para proteger a la casa del implacable polvo chaqueño que nos azotaba apenas traspasásemos la fortaleza.
Salimos por el sendero trasero, pasamos el viejo garaje de madera que hacía de depósito de todo aquello que ya no funcionaba. La sensación de correr con Justino por las sendas recién aradas y cientos de árboles de pomelos enfilados tan apaciblemente era una bienvenida a nuestro verdadero universo; la siesta no horneaba los hombros al extender nuestros brazos para arrancar al paso alguna hoja como testimonio de nuestro dominio, hasta que una voz femenina y con un acento raro nos interrumpió.
Paré y vi a una mujer de tez pálida, delgada, joven, llevaba ropa de enfermera y la cofia blanca perfectamente sujetada con dos hebillas negras a cada lado de la cabeza. Sonrió afablemente y nos preguntó que hacíamos que nos estábamos durmiendo la siesta. Me pareció una verdadera intromisión esa pregunta sumada a que la extraña era ella; qué hacía en nuestro parque?
Justino le sonrió como embelesado, y yo en respuesta enérgica a semejante osadía le dije que no la había visto nunca en el hospital. Ella con una sonrisa casi inquietante me contó que era auxiliar de enfermería y que acababa de llegar del Uruguay. El diálogo fue corto puesto que no teníamos intención de desperdiciar nuestras horas de juego en una lacónica conversación con una desconocida. Continuamos corriendo y de reojo mirábamos hacia atrás para aseguramos de que se había marchado. Las horas siguientes hicimos lo que mejor sabemos hacer los niños en el campo; jugar inventando historias donde los árboles eran invasores y sus frutos armas letales.
Llegamos a la casa para hacer los deberes, preparados para esa terrible automatización obligada de revisar cuadernos y ponernos al día.
En la cena mamá y papá comentaban sobre una mujer indígena que había llegado casi muerta y orgullosos detallaban cómo habían hecho para revivirla. Tener padres médicos nos dejaba expuestos a una descripción de patologías aberrantes a las que fuimos acostumbrándonos a fuerza de repetición. Que un ser humano perdiese algún brazo era visto como una simple consecuencia a un evento fortuito y así aprendíamos a relativizar cada circunstancia que luego nos enseñaría que la vida es mucho más simple desde la óptica de la naturaleza.
En mi casa los accidentes eran indicadores de comportamientos que iban cambiando, las enfermedades, virus que se habían hecho más fuertes y todo tenía una razón de ser y así también nada estaba librado al pensamiento mágico. La ciencia fue sembrando en nuestras mentes sus raíces que años más tarde nos obligarían a cuestionarnos más que cualquier joven de nuestra edad.
Imbuidos de esa filosofía fuimos a dormir, la mañana siguiente era sábado y el fin de semana auguraba padres deambulando por la casa y Abba resonando por cada rincón.
Mamá acostumbraba dedicarse afanosamente al jardín, con algún hit de los 80 sonando en esos novísimos parlantes Hitachi, emprendía una rutina tan fascinante que años después en otro lugar pero con el mismo empeño, yo emularía.
Papá por su lado prefería instalarse en la biblioteca y preparar la exposición de algún próximo congreso de Medicina Interna. Así en ese orden natural que imponía el suelo chaqueño nosotros nos disponíamos a trepar árboles y juntar guayabas cuando el metálico ronroneo de unas máquinas nos alertó, salimos al garaje los cuatro hermanos y vimos unos cuantos hombres con mascarillas rociando los árboles, Ana, mi hermana mayor, alarmada fue a preguntar a mamá que sucedía y ella, sin descuidar el minucioso trabajo de injerto de rosas le respondió que estaban fumigando el parque, que esperásemos para salir.
Decidimos sentarnos los cuatro bajo un mango a esperar la tarea, pasaron como dos horas y cuando se habían ido por fin corrimos al parque del hospital a trepar aquellos árboles que eran parte inobjetable de nuestra infancia. Un patrimonio de inocencia que sólo el campo te podía dar en aquellos años de televisores y videoclubes inundando la capital.
 Allí ya estaban esperándonos otros amigos de la colonia, compañeros de trepadas y guerras de guayabas podridas.
Inmersos en esos espacios sin tiempo fuimos armando cada pedazo de nuestra aventura, después de unas horas rendidos decidimos descansar con unas cuantas mandarinas jugosas para saciar el hambre. Hacíamos una montaña de cáscaras cuando de pronto apareció muy angustiada la misma enfermera uruguaya de la siesta anterior, nos inquirió que por qué comíamos esas frutas, y sonaba inquieta. Esos árboles estaban recién fumigados y sus frutos llenos de veneno!
Nos miramos incrédulos entre todos y sólo atiné a preguntar si nos haría daño. Ella, apesadumbrada nos contó que al comer las frutas nosotros tendríamos el veneno circulando en la sangre y que eso era mortal. Todos soltamos las frutas y Justino muy desconsolado le preguntó si íbamos a morir a lo que ella con una pasmosa tranquilidad respondió que seguramente eso sucedería y que nos quedaba aproximadamente unos treinta minutos de vida.
Sentí que el mundo se apagaba, tomé fuerte de la mano a Ana, mi hermana mayor y juntas, al borde del llanto nos echamos a correr.  Alcance a mirar a los costados y vi a mis amigas del barrio corriendo y llorando tan desconsoladas como yo. No quería morir o realmente jamás me había planteado tal situación. Todos disparamos para nuestras casas, detrás nuestro venían los varones; Horacio y Justino. Los cuatro paramos frente al viejo garaje a debatir, como siempre en estas circunstancias, quién se lo diría a nuestros padres. Eran minutos decisivos, decidimos que Horacio por ser el mayor debía comunicar la triste noticia a mamá y papá; íbamos a morir y ellos merecían saber. Antes de eso nos fundimos en un abrazo interminable, deseando desde lo más profundo que todo sea una pesadilla. Tomados los cuatro de la mano íbamos caminando ya sin prisa, como en una procesión al mas allá. 
Mamá extasiada con Mocedades y sus rosas matizadas nos vio y con aire de quién desconfía de alguna travesura nos preguntó que traíamos entre manos.
El silencio fue sepulcral luego interrumpido por quejidos casi espasmódicos de Justino sucedidos por los míos, ella alarmada miró fijamente a Horacio a los ojos y le recriminó tanto misterio; el rompió en llanto desconsolado y le contó toda la situación y que apenas nos quedaban unos quince minutos de vida, era un mar de sollozos y llantos ensordecedores hasta que una gran carcajada nos cayó como un alivio macabro, nos abrazó a los cuatro con esos brazos infinitos que sólo una madre puede tener y nos contó que ese veneno no era nocivo para la personas y que de seguro Brigitte, la uruguaya, sólo quiso jugarnos una broma pesada.
Al mismo tiempo que recuperaba mis nueve años de vida sentía como una ira se apoderaba de mí al pensar en la maldita enfermera de cofia blanca y su sonrisa endemoniada se había burlado de nosotros. Nacían en mí los primeros esbozos de la sed de venganza, que con mucho esfuerzo pude olvidar.
Por supuesto pasaron muchas horas y ninguno sucumbió al veneno, mamá nos recordaba entre risas que nunca debíamos creer lo primero que nos dijesen sin asegurarnos de quién lo decía.
Las siestas siguieron siendo nuestras jugando en el parque del hospital y mirando a la temible Brigitte que desde lejos nos saludaba con una sonrisa pintada por el propio diablo.

lunes, 21 de abril de 2014

Los sueños de Catalina (uno de los tantos)

Catalina iba como cada mañana a esa dirección, entraba y una hora más tarde partía al trabajo. Esa mañana Bruno la buscó inesperadamente, en verdad ambos corrían en retrospectiva al espacio inevitable de un encuentro. 
El coche paró a veinte centímetros de sus pies, ella, con la mirada clavada en sus zapatos en verde seco opaco avanzo como si levitara, la puerta se abrió mágicamente, Catalina subió ya agitada; adentro Bruno le regaló una única sonrisa que luego se transformó en el altar donde ambas respiraciones iban a encontrarse en la cadencia de una carrera de caballos; atolondrados hasta el éxtasis. 
Ella lo recorrió con la lengua al tiempo que él la colonizaba a mano, fueron dos expediciones desesperadas que se chocaban en la humedad del vidrio que absorbía estoicamente gemidos y brusquedades propias de cada carrera. Dicen que ella sucumbió luchando y el la arrolló sin restricciones y casi sin piedad pero como un caballero.
Esa mañana de antología quedó perdida en la memoria mirriada que tornean los años, ahora después de tanto Catalina ya no da fe de aquellos recuerdos agazapados en el matorral del tiempo.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Tarde Gloriosa

Esa tarde dejé en vos todo mi sexo atascado,
fue como parir excesos,
fue el océano surcándome, ahogando mis dudas para nadarte todo.
Y te descubrí; 
te avasallé, 
conquisté tus pudores, 
lamí todas tus inseguridades, 
hasta verte altivo y soberbio, 
como un rey que empuña su espada para descalabrar mis ansias.
Y vos eras barro y yo te hice con mis manos , 
con la diligencia de una geisha, 
uní tu sustancia con mi saliva y en ella, 
en sus huecos lechosos aullamos tanto que los segundos pararon ensordecidos.



miércoles, 27 de noviembre de 2013

Filomena

Filomena bajó del auto, sus rodillas se golpeteaban entre sí haciendo charquitos de sudor, débilmente hilaba sus pasos, subió las tres gradas y leyó el cartel "Consultorio Médico" en una chapa descuidadamente pintada en blanco y verde, siguió avanzando por el caminero de baldosas blancas, detrás suyo venía Juan, ella no lo escuchaba pero sabía que estaba ahí.
Entraron al lugar, la enfermera los atendió, Juan quedó en la sala de espera y ella fue llevada a una habitación donde se quitó la ropa y se puso una bata verde, la enfermera casi no la miraba, era bajita, de pelo rubio y por más que Filomena le buscaba la mirada, quizá para un consuelo, quizá para un reproche pero sus ojos eran como transparentes y ella se sentía la mujer más sola del mundo, sentía que iba a un limbo donde la cercenarían, pero nadie la obligaba, lo habían decidido con Juan.
La enfermera salió diciéndole que espere, en breve la trasladarían al quirófano.
La habitación semejaba a un cuarto de motel barato; en esos lugares donde comienza la vida, se esparcen las pasiones y hasta se pierde el ser. 
Las paredes descascaradas se reflejaban en su alma; atinó a tocar la pared y sintió como crujían los trocitos inertes de pintura, ella estaba tratando de sacarse esos excesos de culpa, de dolor pero era demasiado. Entró de vuelta la enfermera y le indicó que pase al quirófano, otra vez Filomena y sus pasos de penitente o condenada.
El lugar olía lavandina y miedo, el aire era gélido como anunciando alguna despedida. Habían dos hombres con bata verde y tapabocas, solo se veían sus ojos de robots. La acostaron y ella miraba una especie de lámpara redonda con muchos focos blancos redondos.
Sintió como que la calidez de la lámpara la envolvía hasta tragarla. Después solo el silencio de la nada. 
Soñó que era una equilibrista, que la cuerda era muy fina y ella estaba cargada de algo que no entendía que era, algo pesado y punzante, pero debajo de sus pies, descalzos que se aferraban desesperadamente a la cuerda sabía que podía caer, trataba de concentrarse, no mirando el vacío, equilibró los hombros tratando de acompasarlos con su respiración, el miedo le jugaba en contra por que la hacía temblar, faltaba poco, ella sudaba, sufría, lagrimeaba tímidamente mientras se mordía los labios.
Cuando despertó estaba acostada en la misma sala donde la llevó la enfermera bajita al principio. 
-En media hora te podés ir, todo salió bien- dijo la enfermera acomodando sus anotaciones. Su voz era grave y ausente.
Pasadas las media hora se vistió y volvió a la sala de espera; ahí estaba Juan, apenas se cruzaron las miradas, el se acercó a un mostrador, sacó la billetera y pago al contado. 
Subieron al auto y Filomena, en silencio entendió que ella lo iba a pagar en largas cuotas, quizá durante toda su vida. 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Saltarse de la vida

Esa tarde estaba fría, como pocas de nuestros inviernos inventados. Estacioné el auto y con la cabeza metida en la bufanda fui caminando de prisa, como para calentar el cuerpo. Crucé la calle y al entrar al hall principal del banco sentí un estruendo terrible, era como si el cielo se despedazara, lo único que pude hacer fue tirarme al piso, ahí mismo, quedé acurrucada temiendo alguna explosión. Todos en el hall gritaron y se resguardaron, fue como una coreografía del terror. Poco a poco y pasados unos minutos, fuimos levantándonos, recuerdo que el guardia de seguridad privada miraba al techo y apenas musitaba del susto. Levanté la cabeza y pude ver; la imagen era tan hermosa como terrible; sobre la cúpula transparente del hall dormía la silueta casi etérea de una chica, sus contornos estaban como pintados a mano, me temblaban las piernas y el guardia susurró si no era la chica que había dejado su cédula hacía 30 minutos, fue corriendo a buscar, la trajo y nos mostró a 2 o 3 personas, mientras el otro guardia se comunicaba con la policía reportando un posible suicidio.
Me apoyé en uno de los pilares pero sin dejar de mirarla, tenía una falda oscura de ella sus piernas estaban como colocadas con el mayor de los cuidados; una ligeramente doblada como una muñeca de trapo y la otra recta, lo único que podía imaginar viéndola así tan lejana y perfecta era que debía ser hermosa. Sus botas negras y largas me completaban la idea, seguí mirando y la cabeza estaba cubierta como adrede por el tapadito 3/4 que llevaba, debajo de él un hilo carmín ser deslizaba hacia un charco que crecía. Aún así era hermosa.
La policía llegó 10 minutos después, contaron que dejó una carta y que andaba triste hacía mucho.
Esa tarde volví a casa pensando en aquella extraña que había decidido saltarse la vida, no pasaba los veinte años y cuanto habrá pensado, cuantas veces se habrá aferrado antes de, finalmente, dejarse caer.

                                                     Imagen de Kelly Reemsten

domingo, 17 de noviembre de 2013

La extraña vecina y la casa de las malvas.

Todas las mañanas de ida al colegio pasábamos por la casa de la extraña vecina, cuando ella no estaba al frente regando sus malvas la casa parecía francamente apasible y amena, era muy sencilla con una fachada de dos ventanas a cada lado que dejaban ver cortinas violetas con pintitas rosas, que en mañanas ventosas parecían dos bailarinas con tutú, al centro una puerta de madera clara que hacía tono con el vainilla de las paredes, a ambos costados de la puerta dos macetones musgosos rebosaban de hortensias exultantes. Tantos colores perfumaban las mañanas. Era definitivamente una casa cuidada. De esas donde te gustaría vivir, donde debería hornearse biscochuelos de naranja inundando cada rincón. Quizá de fondo alguna melodía de Nat King Cole.
Pero a la vuelta del colegio estaba ella, la vecina; una mujer de unos cuarenta años, muy delgada, su piel era casi amarillenta que se perdía entre su bata blancuzca y arrugada tanto como si la hubiese pisado toda la noche. Lo raro es que parecía una mujer que alguna vez fue hermosa y luego fue descascarándose, como las cajitas musicales de las abuelas.
Pasábamos rápido y la mirábamos apenas de reojo, ella, de perfil arreglaba sus malvas como hipnotizada, siempre con un cigarillo en la boca. Ni se movía, debía quemarle el cigarillo? O lo escupía al sentir el fuego en sus labios?
El aire se condensaba a su alrededor y nos impelía como una fuerza extraña a apurar los pasos.
En las noches, después de cepillarme los dientes y acostarme no podía dormir pensando en esa insondable contradicción, cómo una mujer tan descolorida podía vivir en esa casa tan acogedora. Era como girasoles en medio del desierto.
A esa edad, esas incongruencias te martillan sin cesar, como hoy me preocupa cómo pedirle a mi jefe un aumento.
Pero todavía recuerdo como si estuviera ahí, dando vueltas en la cama imaginando mil conjeturas.
Un día desperté decidido a descubrir qué secreto ocultaba mi vecina, no se lo dije a mis compañeros. Desde mi ventana podía divisar la casa de frente, la observé durante tardes completas y vi que salía todos los días a las cuatro de la tarde y volvía antes de las seis, pensé que tal vez tuviera un trabajo independiente o que iba a hacer mandados, lo cierto es que nunca llevaba ni traía cosas más que un viejo bolso despintado.
Era el tiempo que disponía para entrar a su casa y saber qué hacía todo el día aparte de regar sus malvas.
Estaba decidido, algo me obligaba a hacerlo aunque también pensaba en los problemas que tendría en casa con mis padres por entrar en una casa ajena, sopesaba las consecuencias pero algo me bullía por dentro al imaginar esa hermosa casa, un biscochuelo de naranja en la mesa y el olor a flores.
Esa tarde me sudaban las manos como si estuviese en una cascada, justo a las cuatro salió la vecina, la vi alejarse y doblar la esquina, bajé, crucé la calle y abrí el portoncito de color ocre, probé la puerta pero estaba cerrada, mi corazón tamborileaba descontrolado, vi la ventana derecha abierta y me metí, la cortina olía a rosas, adentro un estar pequeño con sofás a cuadritos celestes y unos cojines perfectamente acomodados. Avancé raramente tranquilo, en las paredes colgaban retratos de una mujer hermosa con una niña en brazos y otro de dos niñas muy parecidas en un columpio. El comedor era de cuatro lugares pero parecían como nuevos, nunca usados y ahí en el centro de la mesa una torta entera de naranja, tuve ganas de agarrar una porción pero a la izquierda divise una escalera, la subí tembloroso, vivía con alguien? Qué le diría si me encontrase a una persona? Tuve ganas de salir corriendo pero por una extraña razón seguí subiendo cada peldaño; terminaba en un pasillo con tres puertas dos pintadas en verde pálido y uno en rosa, me acerqué y abrí la puerta rosa, era el cuarto de una niña, una niña que nunca vi entrar ni salir de la casa, una alfombra rosa con margaritas era la base de una bella cuna también rosa, di dos pasos casi tambaleando y pude divisar el ínterior de la misma; yacía una niña de quizá dos años toda disecada, era como un esqueleto vestido de rosa, mi corazón paró, el estómago se me estrujó al punto de querer vomitar. No entendía qué hacía eso ahí, di tres o cuatro pasos hacia atrás, salí del cuarto corriendo, bajé las escaleras y de un brinco salté por la misma ventana. Crucé la calle y me encerré en mi casa, mi mamá me preguntó qué me pasaba pero no pude articular una sola palabra, subí a mi cuarto y me desmoroné en mi cama.
Tiritaba de frío, tenía las piernas dobladas como ramas rotas y en mi mente esa macabra cosa vestida de rosa. Era una asesina? Estaba loca? Mataba niños? Mi mente parecía una estación de tren con miles de motores silbando. Esa noche no bajé a cenar y quedé dormido como en un trance.
No fui al colegio esa mañana, mi mamá pensó que estaba engripado. Cómo podría yo vivir con ese secreto?
Y pasaron los días, iba tratando de enterrar las imágenes, con el tiempo hasta llegué a pensar que lo había soñado.
Hasta convencí a mis compañeros para cambiar de camino, nunca más pasamos por la apasible casa de las malvas.
Muchos años después ya siendo bombero, recibimos una llamada de incendio, la dirección me dejó petrificado, llegamos en cinco minutos y la casa estaba consumida en llamas, trabajamos dos horas arduamente y al ingresar a la casa toda quemada, empezamos buscando sobrevivientes, un compañero gritó desde la planta alta, subimos y en la habitación de la puerta rosa yacía el cuerpo carbonizado de una mujer adulta sobre una alfombra que alguna vez fue rosa con margaritas, en sus brazos el cuerpo de una niña en el mismo estado.
Los periódicos anunciaron el triste suceso, murió Ana María Fernández y una niña no identificada, puesto que familiares lejanos declararon que ella no podía tener hijos. Si contaron como ahondando la tragedia que la hermana gemela de la fallecida había tenido una hija que fue raptada a los dos años de edad y a raíz de ello se suicidó. Desde ese momento Ana Maria desapareció, se mudó lejos de la familia.
-Siempre fue muy rara y callada la pobre Ana Maria - comentó una tía.
Esa noche llegué a casa, de fondo sonaba Nat King Cole, abrí una cerveza y pude entender, después de casi trece años el misterio de la extraña vecina y la casa de las malvas.