Más ocurrió en este
pueblito en los últimos días que en el resto de su historia.
Sus mujeres, dóciles accesorios de estantes, con sus perfumadas
faldas fueron por incontables generaciones, bienes de inventario de sus padres,
maridos, o hermanos en caso de desgracia.
Siempre medidas y correctas, se esparcían sosegadas por sus
patios, cocinas y alcobas.
Amaban con la pasión herrumbrada de un reloj
antiguo, sonreían amojonadas por las mismas trivialidades, encadenadas unas a otras, tejían autómatas sus
penas, todas iban a sus huertos y allí, de pie frente a su cementerio de
ilusiones quedaban como esperando alguna grieta que les permita sorber una
bocanada de pasión, duraba lo necesario, para luego volver engrilladas a ese
existir que les caía en el rostro absorto gota tras gota como de una canilla descompuesta.
Los varones salidos de sus entrañas serían en poco tiempo
sus amos, las hembras paridas nacían ya con los ojos transparentes, la sangre
tibia, y la cabeza, ligeramente caída
hacia el frente, como si una gran pesadez las marcara de niñas, como si mirar siempre
al piso fuera quizá menos doloroso que ver ese horizonte mustio y despintado.
Esa noche, según la costumbre, el padre comunico a la hija que
estaba a días de cumplir los dieciocho años, quien sería su futuro marido. Esta, levanto la mirada y en un grito sin grito, arrodilló sus ojos ante
los de su padre, quien no se esperaba esa incómoda cercanía, la ignoró,
como su abuelo había ignorado a su madre, como su padre lo había hecho con su
hermana. No hubo palabras, casi nunca las habían, pues el temor se había encargado de enterrarlas.
La madre escucho aquellas palabras, agazapada detrás de la puerta de
la cocina y fantaseo por un instante que su hija al fin escupía la rebeldía
atascada de tantas abuelas, tías, vecinas y conocidas que se diluyeron en esa
tierra oscura que engullía esperanzas.
No hubo respuesta, el silencio había
engendrado hijas aletargadas.
Faltaban horas para esa boda, y recordaba las veces que la
había hablado, su madre, de ese momento, y otras tantas ella imaginó que serìa como ir a buscar agua del aljibe, lo haría con pasos lerdos y contando
flores, siempre pensó que su vida era muy parecida a la de las flores, abotonadas al piso, hermosas pero inmutables, inertes. Se consolaba al saber que sus
amigas del pueblo tampoco querían casarse, pero al final hacían bromas con respecto al aljibe,
las flores y el agua.
La risa era esa burbuja lùdica que las alejaba de la inercia, del desamor...
Cayó la noche con sus
turbias horas y en un arrebato terminó por arrancarle
al pueblo, de un tirón, sus más tiernas muñecas de trapo, narcotizadas saltaron
de sus estantes de pino, siempre mirando sus pasos, siempre con la frente
enclavada en el pecho, siempre contando
las flores, en un aquelarre de éxtasis, una a una partieron airosas hacia la
tenue calma del aljibe.
Al clarear el día, los gritos y alaridos fueron desgarrando
gargantas y la muerte bailaba de casa en casa, tantas camas vacías y en los
jardines, un sinfín de pisadas delirantes y cómplices que iban a morir al
pozo, ese hueco tapizado de blancos y
mojados camisones gritaba desde sus entrañas risas aterciopeladas y dulces
aleteos de mariposas sin alas.