viernes, 29 de noviembre de 2013

Tarde Gloriosa

Esa tarde dejé en vos todo mi sexo atascado,
fue como parir excesos,
fue el océano surcándome, ahogando mis dudas para nadarte todo.
Y te descubrí; 
te avasallé, 
conquisté tus pudores, 
lamí todas tus inseguridades, 
hasta verte altivo y soberbio, 
como un rey que empuña su espada para descalabrar mis ansias.
Y vos eras barro y yo te hice con mis manos , 
con la diligencia de una geisha, 
uní tu sustancia con mi saliva y en ella, 
en sus huecos lechosos aullamos tanto que los segundos pararon ensordecidos.



miércoles, 27 de noviembre de 2013

Filomena

Filomena bajó del auto, sus rodillas se golpeteaban entre sí haciendo charquitos de sudor, débilmente hilaba sus pasos, subió las tres gradas y leyó el cartel "Consultorio Médico" en una chapa descuidadamente pintada en blanco y verde, siguió avanzando por el caminero de baldosas blancas, detrás suyo venía Juan, ella no lo escuchaba pero sabía que estaba ahí.
Entraron al lugar, la enfermera los atendió, Juan quedó en la sala de espera y ella fue llevada a una habitación donde se quitó la ropa y se puso una bata verde, la enfermera casi no la miraba, era bajita, de pelo rubio y por más que Filomena le buscaba la mirada, quizá para un consuelo, quizá para un reproche pero sus ojos eran como transparentes y ella se sentía la mujer más sola del mundo, sentía que iba a un limbo donde la cercenarían, pero nadie la obligaba, lo habían decidido con Juan.
La enfermera salió diciéndole que espere, en breve la trasladarían al quirófano.
La habitación semejaba a un cuarto de motel barato; en esos lugares donde comienza la vida, se esparcen las pasiones y hasta se pierde el ser. 
Las paredes descascaradas se reflejaban en su alma; atinó a tocar la pared y sintió como crujían los trocitos inertes de pintura, ella estaba tratando de sacarse esos excesos de culpa, de dolor pero era demasiado. Entró de vuelta la enfermera y le indicó que pase al quirófano, otra vez Filomena y sus pasos de penitente o condenada.
El lugar olía lavandina y miedo, el aire era gélido como anunciando alguna despedida. Habían dos hombres con bata verde y tapabocas, solo se veían sus ojos de robots. La acostaron y ella miraba una especie de lámpara redonda con muchos focos blancos redondos.
Sintió como que la calidez de la lámpara la envolvía hasta tragarla. Después solo el silencio de la nada. 
Soñó que era una equilibrista, que la cuerda era muy fina y ella estaba cargada de algo que no entendía que era, algo pesado y punzante, pero debajo de sus pies, descalzos que se aferraban desesperadamente a la cuerda sabía que podía caer, trataba de concentrarse, no mirando el vacío, equilibró los hombros tratando de acompasarlos con su respiración, el miedo le jugaba en contra por que la hacía temblar, faltaba poco, ella sudaba, sufría, lagrimeaba tímidamente mientras se mordía los labios.
Cuando despertó estaba acostada en la misma sala donde la llevó la enfermera bajita al principio. 
-En media hora te podés ir, todo salió bien- dijo la enfermera acomodando sus anotaciones. Su voz era grave y ausente.
Pasadas las media hora se vistió y volvió a la sala de espera; ahí estaba Juan, apenas se cruzaron las miradas, el se acercó a un mostrador, sacó la billetera y pago al contado. 
Subieron al auto y Filomena, en silencio entendió que ella lo iba a pagar en largas cuotas, quizá durante toda su vida. 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Saltarse de la vida

Esa tarde estaba fría, como pocas de nuestros inviernos inventados. Estacioné el auto y con la cabeza metida en la bufanda fui caminando de prisa, como para calentar el cuerpo. Crucé la calle y al entrar al hall principal del banco sentí un estruendo terrible, era como si el cielo se despedazara, lo único que pude hacer fue tirarme al piso, ahí mismo, quedé acurrucada temiendo alguna explosión. Todos en el hall gritaron y se resguardaron, fue como una coreografía del terror. Poco a poco y pasados unos minutos, fuimos levantándonos, recuerdo que el guardia de seguridad privada miraba al techo y apenas musitaba del susto. Levanté la cabeza y pude ver; la imagen era tan hermosa como terrible; sobre la cúpula transparente del hall dormía la silueta casi etérea de una chica, sus contornos estaban como pintados a mano, me temblaban las piernas y el guardia susurró si no era la chica que había dejado su cédula hacía 30 minutos, fue corriendo a buscar, la trajo y nos mostró a 2 o 3 personas, mientras el otro guardia se comunicaba con la policía reportando un posible suicidio.
Me apoyé en uno de los pilares pero sin dejar de mirarla, tenía una falda oscura de ella sus piernas estaban como colocadas con el mayor de los cuidados; una ligeramente doblada como una muñeca de trapo y la otra recta, lo único que podía imaginar viéndola así tan lejana y perfecta era que debía ser hermosa. Sus botas negras y largas me completaban la idea, seguí mirando y la cabeza estaba cubierta como adrede por el tapadito 3/4 que llevaba, debajo de él un hilo carmín ser deslizaba hacia un charco que crecía. Aún así era hermosa.
La policía llegó 10 minutos después, contaron que dejó una carta y que andaba triste hacía mucho.
Esa tarde volví a casa pensando en aquella extraña que había decidido saltarse la vida, no pasaba los veinte años y cuanto habrá pensado, cuantas veces se habrá aferrado antes de, finalmente, dejarse caer.

                                                     Imagen de Kelly Reemsten

domingo, 17 de noviembre de 2013

La extraña vecina y la casa de las malvas.

Todas las mañanas de ida al colegio pasábamos por la casa de la extraña vecina, cuando ella no estaba al frente regando sus malvas la casa parecía francamente apasible y amena, era muy sencilla con una fachada de dos ventanas a cada lado que dejaban ver cortinas violetas con pintitas rosas, que en mañanas ventosas parecían dos bailarinas con tutú, al centro una puerta de madera clara que hacía tono con el vainilla de las paredes, a ambos costados de la puerta dos macetones musgosos rebosaban de hortensias exultantes. Tantos colores perfumaban las mañanas. Era definitivamente una casa cuidada. De esas donde te gustaría vivir, donde debería hornearse biscochuelos de naranja inundando cada rincón. Quizá de fondo alguna melodía de Nat King Cole.
Pero a la vuelta del colegio estaba ella, la vecina; una mujer de unos cuarenta años, muy delgada, su piel era casi amarillenta que se perdía entre su bata blancuzca y arrugada tanto como si la hubiese pisado toda la noche. Lo raro es que parecía una mujer que alguna vez fue hermosa y luego fue descascarándose, como las cajitas musicales de las abuelas.
Pasábamos rápido y la mirábamos apenas de reojo, ella, de perfil arreglaba sus malvas como hipnotizada, siempre con un cigarillo en la boca. Ni se movía, debía quemarle el cigarillo? O lo escupía al sentir el fuego en sus labios?
El aire se condensaba a su alrededor y nos impelía como una fuerza extraña a apurar los pasos.
En las noches, después de cepillarme los dientes y acostarme no podía dormir pensando en esa insondable contradicción, cómo una mujer tan descolorida podía vivir en esa casa tan acogedora. Era como girasoles en medio del desierto.
A esa edad, esas incongruencias te martillan sin cesar, como hoy me preocupa cómo pedirle a mi jefe un aumento.
Pero todavía recuerdo como si estuviera ahí, dando vueltas en la cama imaginando mil conjeturas.
Un día desperté decidido a descubrir qué secreto ocultaba mi vecina, no se lo dije a mis compañeros. Desde mi ventana podía divisar la casa de frente, la observé durante tardes completas y vi que salía todos los días a las cuatro de la tarde y volvía antes de las seis, pensé que tal vez tuviera un trabajo independiente o que iba a hacer mandados, lo cierto es que nunca llevaba ni traía cosas más que un viejo bolso despintado.
Era el tiempo que disponía para entrar a su casa y saber qué hacía todo el día aparte de regar sus malvas.
Estaba decidido, algo me obligaba a hacerlo aunque también pensaba en los problemas que tendría en casa con mis padres por entrar en una casa ajena, sopesaba las consecuencias pero algo me bullía por dentro al imaginar esa hermosa casa, un biscochuelo de naranja en la mesa y el olor a flores.
Esa tarde me sudaban las manos como si estuviese en una cascada, justo a las cuatro salió la vecina, la vi alejarse y doblar la esquina, bajé, crucé la calle y abrí el portoncito de color ocre, probé la puerta pero estaba cerrada, mi corazón tamborileaba descontrolado, vi la ventana derecha abierta y me metí, la cortina olía a rosas, adentro un estar pequeño con sofás a cuadritos celestes y unos cojines perfectamente acomodados. Avancé raramente tranquilo, en las paredes colgaban retratos de una mujer hermosa con una niña en brazos y otro de dos niñas muy parecidas en un columpio. El comedor era de cuatro lugares pero parecían como nuevos, nunca usados y ahí en el centro de la mesa una torta entera de naranja, tuve ganas de agarrar una porción pero a la izquierda divise una escalera, la subí tembloroso, vivía con alguien? Qué le diría si me encontrase a una persona? Tuve ganas de salir corriendo pero por una extraña razón seguí subiendo cada peldaño; terminaba en un pasillo con tres puertas dos pintadas en verde pálido y uno en rosa, me acerqué y abrí la puerta rosa, era el cuarto de una niña, una niña que nunca vi entrar ni salir de la casa, una alfombra rosa con margaritas era la base de una bella cuna también rosa, di dos pasos casi tambaleando y pude divisar el ínterior de la misma; yacía una niña de quizá dos años toda disecada, era como un esqueleto vestido de rosa, mi corazón paró, el estómago se me estrujó al punto de querer vomitar. No entendía qué hacía eso ahí, di tres o cuatro pasos hacia atrás, salí del cuarto corriendo, bajé las escaleras y de un brinco salté por la misma ventana. Crucé la calle y me encerré en mi casa, mi mamá me preguntó qué me pasaba pero no pude articular una sola palabra, subí a mi cuarto y me desmoroné en mi cama.
Tiritaba de frío, tenía las piernas dobladas como ramas rotas y en mi mente esa macabra cosa vestida de rosa. Era una asesina? Estaba loca? Mataba niños? Mi mente parecía una estación de tren con miles de motores silbando. Esa noche no bajé a cenar y quedé dormido como en un trance.
No fui al colegio esa mañana, mi mamá pensó que estaba engripado. Cómo podría yo vivir con ese secreto?
Y pasaron los días, iba tratando de enterrar las imágenes, con el tiempo hasta llegué a pensar que lo había soñado.
Hasta convencí a mis compañeros para cambiar de camino, nunca más pasamos por la apasible casa de las malvas.
Muchos años después ya siendo bombero, recibimos una llamada de incendio, la dirección me dejó petrificado, llegamos en cinco minutos y la casa estaba consumida en llamas, trabajamos dos horas arduamente y al ingresar a la casa toda quemada, empezamos buscando sobrevivientes, un compañero gritó desde la planta alta, subimos y en la habitación de la puerta rosa yacía el cuerpo carbonizado de una mujer adulta sobre una alfombra que alguna vez fue rosa con margaritas, en sus brazos el cuerpo de una niña en el mismo estado.
Los periódicos anunciaron el triste suceso, murió Ana María Fernández y una niña no identificada, puesto que familiares lejanos declararon que ella no podía tener hijos. Si contaron como ahondando la tragedia que la hermana gemela de la fallecida había tenido una hija que fue raptada a los dos años de edad y a raíz de ello se suicidó. Desde ese momento Ana Maria desapareció, se mudó lejos de la familia.
-Siempre fue muy rara y callada la pobre Ana Maria - comentó una tía.
Esa noche llegué a casa, de fondo sonaba Nat King Cole, abrí una cerveza y pude entender, después de casi trece años el misterio de la extraña vecina y la casa de las malvas.