domingo, 17 de noviembre de 2013

La extraña vecina y la casa de las malvas.

Todas las mañanas de ida al colegio pasábamos por la casa de la extraña vecina, cuando ella no estaba al frente regando sus malvas la casa parecía francamente apasible y amena, era muy sencilla con una fachada de dos ventanas a cada lado que dejaban ver cortinas violetas con pintitas rosas, que en mañanas ventosas parecían dos bailarinas con tutú, al centro una puerta de madera clara que hacía tono con el vainilla de las paredes, a ambos costados de la puerta dos macetones musgosos rebosaban de hortensias exultantes. Tantos colores perfumaban las mañanas. Era definitivamente una casa cuidada. De esas donde te gustaría vivir, donde debería hornearse biscochuelos de naranja inundando cada rincón. Quizá de fondo alguna melodía de Nat King Cole.
Pero a la vuelta del colegio estaba ella, la vecina; una mujer de unos cuarenta años, muy delgada, su piel era casi amarillenta que se perdía entre su bata blancuzca y arrugada tanto como si la hubiese pisado toda la noche. Lo raro es que parecía una mujer que alguna vez fue hermosa y luego fue descascarándose, como las cajitas musicales de las abuelas.
Pasábamos rápido y la mirábamos apenas de reojo, ella, de perfil arreglaba sus malvas como hipnotizada, siempre con un cigarillo en la boca. Ni se movía, debía quemarle el cigarillo? O lo escupía al sentir el fuego en sus labios?
El aire se condensaba a su alrededor y nos impelía como una fuerza extraña a apurar los pasos.
En las noches, después de cepillarme los dientes y acostarme no podía dormir pensando en esa insondable contradicción, cómo una mujer tan descolorida podía vivir en esa casa tan acogedora. Era como girasoles en medio del desierto.
A esa edad, esas incongruencias te martillan sin cesar, como hoy me preocupa cómo pedirle a mi jefe un aumento.
Pero todavía recuerdo como si estuviera ahí, dando vueltas en la cama imaginando mil conjeturas.
Un día desperté decidido a descubrir qué secreto ocultaba mi vecina, no se lo dije a mis compañeros. Desde mi ventana podía divisar la casa de frente, la observé durante tardes completas y vi que salía todos los días a las cuatro de la tarde y volvía antes de las seis, pensé que tal vez tuviera un trabajo independiente o que iba a hacer mandados, lo cierto es que nunca llevaba ni traía cosas más que un viejo bolso despintado.
Era el tiempo que disponía para entrar a su casa y saber qué hacía todo el día aparte de regar sus malvas.
Estaba decidido, algo me obligaba a hacerlo aunque también pensaba en los problemas que tendría en casa con mis padres por entrar en una casa ajena, sopesaba las consecuencias pero algo me bullía por dentro al imaginar esa hermosa casa, un biscochuelo de naranja en la mesa y el olor a flores.
Esa tarde me sudaban las manos como si estuviese en una cascada, justo a las cuatro salió la vecina, la vi alejarse y doblar la esquina, bajé, crucé la calle y abrí el portoncito de color ocre, probé la puerta pero estaba cerrada, mi corazón tamborileaba descontrolado, vi la ventana derecha abierta y me metí, la cortina olía a rosas, adentro un estar pequeño con sofás a cuadritos celestes y unos cojines perfectamente acomodados. Avancé raramente tranquilo, en las paredes colgaban retratos de una mujer hermosa con una niña en brazos y otro de dos niñas muy parecidas en un columpio. El comedor era de cuatro lugares pero parecían como nuevos, nunca usados y ahí en el centro de la mesa una torta entera de naranja, tuve ganas de agarrar una porción pero a la izquierda divise una escalera, la subí tembloroso, vivía con alguien? Qué le diría si me encontrase a una persona? Tuve ganas de salir corriendo pero por una extraña razón seguí subiendo cada peldaño; terminaba en un pasillo con tres puertas dos pintadas en verde pálido y uno en rosa, me acerqué y abrí la puerta rosa, era el cuarto de una niña, una niña que nunca vi entrar ni salir de la casa, una alfombra rosa con margaritas era la base de una bella cuna también rosa, di dos pasos casi tambaleando y pude divisar el ínterior de la misma; yacía una niña de quizá dos años toda disecada, era como un esqueleto vestido de rosa, mi corazón paró, el estómago se me estrujó al punto de querer vomitar. No entendía qué hacía eso ahí, di tres o cuatro pasos hacia atrás, salí del cuarto corriendo, bajé las escaleras y de un brinco salté por la misma ventana. Crucé la calle y me encerré en mi casa, mi mamá me preguntó qué me pasaba pero no pude articular una sola palabra, subí a mi cuarto y me desmoroné en mi cama.
Tiritaba de frío, tenía las piernas dobladas como ramas rotas y en mi mente esa macabra cosa vestida de rosa. Era una asesina? Estaba loca? Mataba niños? Mi mente parecía una estación de tren con miles de motores silbando. Esa noche no bajé a cenar y quedé dormido como en un trance.
No fui al colegio esa mañana, mi mamá pensó que estaba engripado. Cómo podría yo vivir con ese secreto?
Y pasaron los días, iba tratando de enterrar las imágenes, con el tiempo hasta llegué a pensar que lo había soñado.
Hasta convencí a mis compañeros para cambiar de camino, nunca más pasamos por la apasible casa de las malvas.
Muchos años después ya siendo bombero, recibimos una llamada de incendio, la dirección me dejó petrificado, llegamos en cinco minutos y la casa estaba consumida en llamas, trabajamos dos horas arduamente y al ingresar a la casa toda quemada, empezamos buscando sobrevivientes, un compañero gritó desde la planta alta, subimos y en la habitación de la puerta rosa yacía el cuerpo carbonizado de una mujer adulta sobre una alfombra que alguna vez fue rosa con margaritas, en sus brazos el cuerpo de una niña en el mismo estado.
Los periódicos anunciaron el triste suceso, murió Ana María Fernández y una niña no identificada, puesto que familiares lejanos declararon que ella no podía tener hijos. Si contaron como ahondando la tragedia que la hermana gemela de la fallecida había tenido una hija que fue raptada a los dos años de edad y a raíz de ello se suicidó. Desde ese momento Ana Maria desapareció, se mudó lejos de la familia.
-Siempre fue muy rara y callada la pobre Ana Maria - comentó una tía.
Esa noche llegué a casa, de fondo sonaba Nat King Cole, abrí una cerveza y pude entender, después de casi trece años el misterio de la extraña vecina y la casa de las malvas.

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