Dicen que la culpa mueve montañas, que tantas veces se disfraza de amor, de solidaridad cuando es simplemente ella acechando y pintando el mundo a su antojo.
También es cierto que existen personas inmunes a sus artilugios, personas como Anna, que no sabemos si la ausencia total de remordimientos la convierte en un ser libre o insensible, que ve el mundo como una película muda de los años 20.
Anna va por la vida inventándose historias, convencida de sus argucias, fanática cultora del relativismo moral. Casi nada la conmueve, casi nadie, salvo Jerónimo su apuesto amigo de la infancia, sacerdote, con quien ella suele sentirse vulnerable, rara permeabilidad que la hace incómodamente feliz.
Jerónimo, un ser ético y profundamente moral, soñador, apasionado soldado de Cristo, su alma podría como una farola infinita, deshacer cualquier oscuridad.
Como buen amigo está convencido que Anna necesita anclar su ser a un sistema de fe. Ella y sus irreverencias religiosas, sus miopías teológicas, son la mejor tesis para un romántico sacerdote de treinta años.
Esa mañana Anna termina en la iglesia, impecablemente ataviada.
Golpea con el nudillo dos veces el confesionario de trébol lustroso, se corre la diminuta ventana, alguien asoma el rostro, es él, nariz masculina que desencaja con los labios rosa casi infantiles, unos hoyuelos llenos de magia bailan alrededor de esa sonrisa angelical.
-Padre, vengo a confesarme- exclama ella, con esa voz que a Jerónimo dilata las pupilas hasta casi cubrir el techo del confesionario.
-Hola Anna, sabía que Dios estaba llamándote y decidiste responderlo.
-Si, Padre, siento necesidad- suspira entrecortada y angustiada- de Dios- con mucha dificultad evita caer en la verdad.
-Decime Anna, qué te anda preocupando?- dice tan inocente y con la alegría precoz de quien estira ansioso la caña para agarrar el pescado que no está.
- Todo me angustia- miente y es feliz Anna.
-Me imaginé que tanto tiempo huyendo del Señor dejaría huellas en tú alma- exclama comprensivo y pausado, narcotizado en ese éxtasis religioso con ribetes mundanos.
-Tenes que ayudarme, quiero estar cerca- vuelve el tamborileo pérfido a su pecho,se compone y continua- vas a poder ayudarme, guiarme al camino correcto?
-Claro Anna, podemos leer La Palabra todos las tardes, de siete a ocho de la noche tengo libre, vas a ver como tu corazón reboza de Cristo- sentencia con aire decimónico.
-Gracias Padre!-exhala su victoria, se enrosca lentamente alrededor de su presa, la acaricia, siente los latidos ajenos como se acompasan a los suyos, algo parecido a la felicidad la invade, irá cada tarde de siete a ocho a leer la biblia con Jerónimo, como siempre no se trata del sacerdote, sino de ella y sus historias, de ella y esa rara cualidad de ver la vida como una película muda de los años 20.