Pasos acompasados y casi autómatas oficiaban cada vuelta
a casa como hilos que unían los tenues pero inmortales pensamientos de Rafaela;
siempre la misma noche de su infancia; el frío que agrandaba el dormitorio,
ella con en su camisón rosa de viyela y tapada hasta la oreja, el miedo que
subía por las piernas y el odio profundo que la atacaba y nada más volvía a
tener el rosa de su camisón. Sabía cuantas cuadras duraban repasar la escena,
que a una cuadra de su casa, recordaría una vez más cómo el corazón, abrumado,
se comprimía para no dejar pasar la luz. Años de examinar el momento la habían
convertido en una experta, una profesional que analiza la escena para
simplemente dar su informe científico. Ella había aprendido a ser otra.
Llegó a su edificio, un modesto departamento de dos ambientes era todo lo que
necesitaba para ese mundo que era un apéndice del verdadero. Seis de la tarde,
descalza, una luz encendida, la pava silbando; Rafaela en la cocina leyendo el
mail de la editorial que avisaba las nuevas ediciones: listas de autores,
novelas, ensayos, cuentos y antologías de poemas. Estiró la mano, se sirvió el
agua burbujeante en la taza de su té negro preferido, luego envolvió la taza
humeante con las dos manos. Ese calor y la lista con Saramago, Allan Poe y
Bradbury bailaban a su alrededor, ésa era la felicidad, el calor del té
hidratándole la cara mientras descubría como nuevas esas historias.
Definitivamente era una chica aburrida, las amigas vivían reclamándole su
apatía hacia las fiestas, el trabajo elegido, el apagar el celular los fines de
semana, ella las quería mucho, el colegio había sido como un viaje muy largo,
pero a sus veinte años sabía cuál sería su vida. Su familia también protestó
cuando, inexplicablemente decidió ir a vivir sola, no había necesidad, sus
padres tenían un buen pasar económico y podría disfrutar de esto y estudiar.
Pero esa tarde, dos años atrás cuando leyó el cartelito que decía “Se necesita
bibliotecaria”, su corazón comenzó a saltar, a golpear los barrotes de su
encierro y sin quererlo estaba preguntando los requisitos al dueño de la
librería, y se escuchó decir:
- Puedo empezar cuando usted disponga, va a ser mi primer trabajo y estoy muy
emocionada- Era su voz, pero muy lejana. Esa mañana fue a su casa y le comentó
a su madre el trabajo que había conseguido.
-¡Pero Rafaela! ¿Estás segura de eso? tu papá te está viendo en una financiera,
vas a ganar mejor, mientras pensás qué vas a estudiar- Espetó la madre con ese
aplomo que tienen las mujeres cuando creen que lo que ellas decidan siempre
tienen la impunidad del amor a los hijos.
-Empiezo el lunes mamá- Y el mismo cuchillo caía entre ellas para cortar toda
posibilidad de intimidad; era ella quien decidía siempre que después de
una frase determinante ya no tenía ganas de escuchar a su madre. Y su madre
trabajaba mucho, así que la adolescencia fue un buen ensayo para ir tejiendo
con pocos hilos esa relación casi invisible con ella, quien tampoco reclamaba
nada, así las palabras mínimas eran las necesarias para no recordar muchas
ausencias, para escuchar el sonido del silencio materno la noche del camisón
rosa.
El té era infinito, oscuro como aquella noche; mirarse en ese líquido y verse
de color ámbar, con los ojos como pozos de petróleo o de sangre negra, la nariz
pequeña, como la de una niña de nueve años, quizá hubiese quedada congelada en
alguna época de su vida donde decidió no oler más la belleza del mundo o
simplemente su nariz era acorde a su rostro. Rafaela tenía debilidad por hacer
de cada elemento real algo de dudosos límites, hasta ridículo como el mundo
mismo y que la felicidad era algo glorioso como un libro o muchos libros
abrazándola. Luego de terminar de chequear los mails, beber todo el té, recibió
una llamada.
-Vas a preferir decir el jueves; olvidé por completo lo de la cena, así
que ya me adelanto y te cuento que voy a pasar a buscarte mañana tipo ocho de
la noche y te eximo de disculpas posteriores.
-Hola Martín! no seas injusto, en verdad la última vez me quedé dormida leyendo
y veo que no me has perdonado- quería mucho a Martín pero sabía que una velada
ellos solos sería el momento ideal para escuchar esas palabras que temía,
prefería la más absoluta indefinición de las cosas. La conversación terminó con
la firme promesa de ella; esperaría lista en su departamento. Pensó en aguardar
estoicamente el momento y decirle de una vez que ni él, ni nadie, que la deje
en paz, que sean amigos, que sigan yendo juntos al parque a leer, a ver ciclos
de cine extranjero y a jugar apalabrados. No había nada más en ella para nadie,
si tuviera que exprimirse, su jugo sería como medio vaso de color té negro y
ciertamente sin azúcar, pero perdería a su único amigo.
Esa noche dio vueltas en la cama, como de costumbre los recuerdos deambulaban
disléxicos; la ventana dejaba colarse la luna sobre su edredón, como una farola
dibujaba un círculo azulado sobre el algodón, y en ese azul plata estaba ella,
fría, apretujada, con las piernas abroqueladas como tenazas, sudada, con los
ojos cerrados tratando de distinguir ese tufo que era similar al del barcito
cuando iba al colegio con sus hermanos, era alcohol, era una tormenta de
alcohol, sudor, respiración agria, era el olor del miedo, eran unas manos
gruesas y ásperas, le raspaban las rodillas, atropellando sus esmirriadas fuerzas,
sus muslos tiritaban tímidamente frente al extraño, su corazón pavoroso se fue
achicando, entumeciéndose, se encerró en una caja y ahí miraba como la
descosían, se juró que era un sueño, y quedó dormida profundamente.
La mañana siguiente despertó sobresaltada, salió de la cama corriendo para ir a
contarle a su mamá la horrible pesadilla de la noche anterior, al cruzar
corriendo el pasillo y llegar a la cocina escuchó a su madre:
-Rafaela, saludá al tío José ayer llegó tarde y se quedará unos días en la
casa.
Y su corazón paró ahí mismo, el olor a café matinal se mezclaba con ese mismo
tufo agrio de su sueño macabro de la noche anterior, no pudo mirarlo, más allá
de la ventana veía la calle y como una solitaria bolsa de hule bailaba
frenética en el aire, en la tormenta de esa fría mañana de invierno.
Rafaela durmió las siguientes noches en el dormitorio de sus hermanos,
negoció el colchón en el piso y cuando todos dormían ella rodaba hasta
debajo de la cama de su hermanito menor, una linterna y libros de cuentos,
dormía aletargada. Esta pequeña fracción de su infancia iba a recordar cada día de su vida.
Sonó el timbre, eran puntualmente las ocho. Rafaela lucía un hermoso vestido
color vainilla, con muchos botoncitos que iban desde la rodilla hasta el
cuello, casi una metáfora de su alma constreñida. Cuando abrió la puerta
Martín había subido los dos pisos, era alto y desgarbado, ojos de luna
triste, sonrisa nostálgica de crepúsculo en otoño, pero extrañamente no la
intimidaba, quizá era esa sonrisa lo único que se permitió guardar a través de
los años.
-Estás hermosa como siempre- ella frunció el ceño y él sonrió, bajaron las
escaleras y fueron a un bar. Después de cenar terminaron tomando un té en el
departamento de dos ambientes, él la miraba fijamente en el más puro silencio,
sus ojos eran dos llamas que intentaban iluminarla, ella sentía el calor,
sentía que su cuerpo se acurrucaba al lado de él con el camisón rosa. Luego él
la tomó de las manos y musitó con una voz craquelada por la melancolía;
-Rafaela, no sé por qué huis, te quiero y lo sabés, te estaré esperando, besó
sus manos como a una hermana, luego la besó en la frente y desapareció detrás
de la puerta.
Ella puso a hervir agua, agarró un saquito de té lo metió en la taza, se sacó
el vestido color vainilla y expuso su desnudez ante la triste y azulada luna
que se colaba por la ventana, tirada impávida en el sofá esperaba el silbido de
la pava que le daría la bienvenida a su mundo, donde ella era feliz y no había
nada más que ella necesitase, había olvidado para siempre el camisón rosa.
Galatea