Catalina iba como cada mañana a esa dirección, entraba y una hora más tarde partía al trabajo. Esa mañana Bruno la buscó inesperadamente, en verdad ambos corrían en retrospectiva al espacio inevitable de un encuentro.
El coche paró a veinte centímetros de sus pies, ella, con la mirada clavada en sus zapatos en verde seco opaco avanzo como si levitara, la puerta se abrió mágicamente, Catalina subió ya agitada; adentro Bruno le regaló una única sonrisa que luego se transformó en el altar donde ambas respiraciones iban a encontrarse en la cadencia de una carrera de caballos; atolondrados hasta el éxtasis.
Ella lo recorrió con la lengua al tiempo que él la colonizaba a mano, fueron dos expediciones desesperadas que se chocaban en la humedad del vidrio que absorbía estoicamente gemidos y brusquedades propias de cada carrera. Dicen que ella sucumbió luchando y el la arrolló sin restricciones y casi sin piedad pero como un caballero.
El coche paró a veinte centímetros de sus pies, ella, con la mirada clavada en sus zapatos en verde seco opaco avanzo como si levitara, la puerta se abrió mágicamente, Catalina subió ya agitada; adentro Bruno le regaló una única sonrisa que luego se transformó en el altar donde ambas respiraciones iban a encontrarse en la cadencia de una carrera de caballos; atolondrados hasta el éxtasis.
Ella lo recorrió con la lengua al tiempo que él la colonizaba a mano, fueron dos expediciones desesperadas que se chocaban en la humedad del vidrio que absorbía estoicamente gemidos y brusquedades propias de cada carrera. Dicen que ella sucumbió luchando y el la arrolló sin restricciones y casi sin piedad pero como un caballero.
Esa mañana de antología quedó perdida en la memoria mirriada que tornean los años, ahora después de tanto Catalina ya no da fe de aquellos recuerdos agazapados en el matorral del tiempo.