Era el verano de 1.988, Lambaré se rostizaba bajo ese sol endemoniado de diciembre. Los niños, de aquella época podíamos deambular casi con total impunidad durante la siesta, absolutamente ajenos a cualquier peligro, simplemente el miedo no jugaba con nosotros a las escondidas; es más a él lo conocí años después y no fue precisamente jugando.
En casa los hermanos ya formábamos nuestra propia pandilla, 4 chicos, entre 7 y 14 anos, teníamos, como toda organización que se precie de tal, responsabilidades y derechos avalados por la antigüedad. Como corrían tiempos dictatoriales en el Paraguay, nosotros sumábamos tendencia; mi hermano mayor era el líder indiscutido de las travesuras en horas de reposo. Habíamos elegido, como guarida mágica, una casa-quinta abandonada, esas que mirándola, te remontan a glorias y pompas pasadas, de gustos franceses, espacios amplios, con una escalera majestuosa que centraba la atención en medio de la colosal sala. El piano de cola, que por razones inimaginables, los anteriores dueños habían dejado, le daba a ese panorama abúlico, un soplo de hogar, eso sí muy sofisticado, pero hogar al fin. Cada rincón de ese gigante olvidado, fue escudriñado por la pandilla, total con esa edad, en aquel lugar y hora éramos los dueños del universo; podíamos pasar de ser princesas a capitanes de galeones piratas. Y la lucha de géneros no era una cuestión relevante.
Nuestras visitas eran cada día imperativas, y bajo 7 llaves, nos juramos compartir jamás con nadie nuestro paraíso secreto.
Un día, como todos los anteriores de ese verano, con la mayor de las discreciones, como quienes están trabajando en un proyecto ultra secreto, entramos a nuestra guarida los 4, conquistadores de esa tierra idílica. Pero esa siesta, algo había cambiado, fuimos usurpados; 4 hombres regordetes y sudorosos, con olores desconocidos y rancios, bajaban cajas y cajas de quien sabe que. El tiempo se detuvo como protestando por la invasión a nuestra burbuja lúdica. Tardamos unos cuantos minutos en asimilar la situación, presos del estupor, inmóviles, pudimos ver a los monstruos foráneos ordenar las cajas y raudamente retirarse. Mi hermano mayor y único líder, se adelantó unos pasos y con señas de quien cuida a sus subordinados en una trinchera, nos ordenó permanecer agazapados. Si había un instante cumbre, en el que un caudillo debía demostrar determinación y aplomo, era este. Como un avezado Sherlock Holmes, golpeteaba insistentemente las cajas, esperando una declaración de las indolentes piedras de cartón, y solo el silencio respondía sin contestar. Una vez comprobado que no eran explosivos o un paquete de víboras ponzoñosas, el jefe dio la orden de avanzar, salimos así, temblorosos, los 3 hermanos restantes. Con las pocas evidencias obtenidas, pudimos concluir que volverían, ¿quién dejaría semejante cantidad de cosas en una casa abandonada?
Después de un largo concilio, sobre la apertura de una de las cajas, decidimos en forma dividida, abrirlas. Ese momento aun hoy lo recuerdo, cuerpos achicharrados de miedo, manos titubeantes y corazones entumecidos. Solo mi gran hermano mayor, con una hidalguía digna del Rey Arturo, levantó la precinta, al fin el velo fue corrido y la escalofriante caja escupió sus entrañas; como si fuera hoy, aún rememoro haberme tapado los ojos y pensar que hasta un extraterrestre podía caber allí, bien dobladito el. Para sorpresa y desconcierto nuestro, eran botellas de sidra; así tratando como locos de encontrar algún objeto fantasmagórico abrimos como 10 cajas más; algunas de ellas nos alegraron más que otras; por ejemplo una de ellas contenía turrones de maní, otras pan dulce y así, fuimos deduciendo con una extraordinaria habilidad lógica, que: ¡eran todos comestibles para Navidad! Una vez pasado el desencanto, del que encuentra las botas del pirata, antes q el cofre de monedas, decidimos, por mayoría absoluta, caer en la tentación de llevarnos algunos turrones, solamente para endulzar el sabor amargo que nos había dejado aquel episodio desconcertante.
Los días que siguieron transcurrieron con total normalidad, íbamos cada siesta a reafirmar nuestros derechos como dueños del reino mágico, evitábamos ser vistos. En proezas épicas, nos alienabamos en juegos extasiantes y cansadores. Compartimos tácitamente la casa con los traficantes navideños. La pandilla parecía, haber resuelto y anexado a estos forajidos a la naturaleza de la casa. Hasta que mi hermano menor empezó a mostrar señales inequívocas de incertidumbre y pavor. Tratamos el tema, como lo hacen los grupos, en mesa redonda y con argumentos escuetos quisimos convencerlo de la corrección de nuestros actos. Pasados los días, la intuición sabia, del más chico de la banda hizo explosión y ante nuestra madre.
Como si fuese un condenado a punto de ser ajusticiado, mi hermano menor , desglosó, detalle por detalle, antes mi apesadumbrada madre la historia, que fue perdiendo con pormenores sus 7 llaves. Nuestra suerte estaba echada, solo nos quedaba, contarlo todo y como quienes acuden al estrado a esperar el veredicto final, fuimos aislados en nuestros dormitorios, teniendo prohibido x expresa disposición de la dueña de nuestra suerte, hablar entre nosotros; cada miembro, pudo divagar sobre su futuro a solas.
Mi responsabilidad en los hechos estaba atenuada por, como dije al principio, mi orden de antigüedad. Era la tercera hermana y basándome en decisiones anteriores, con seguridad la sentencia punitiva iba a tocarme ya de manera diluida, debido a mi corta edad. Mis egoístas elucubraciones me pesaban al saber que nuestro gran jefe correría con la peor suerte, y que la segunda al mando, mi hermana, compartiría muchas culpas con él. Por primera vez en mi corta vida, analizaba la situación con la habilidad de un medico que diseca un órgano para su estudio.
Muchas ansiedades no encontraron sosiego, solo enfrentado las consecuencias se acabaría aquel calvario. Mi estomago se hacía portavoz de mi conciencia, padeciendo en aquellos momentos constantes retorcijones similares a una epilepsia culposa. Por fin cuando fuimos llamados los 4 culpables al patíbulo, mi madre, impertérrita y con los ojos de un dragón, escupió a fuego el veredicto final: ¡ese verano ardiente e incompasible, lo pasaríamos en casa! Sin salidas ni escapadas que nos devolviesen el alma al cuerpo. Encadenados al aburrimiento y a la apatía, transcurrirían nuestras siestas alguna vez mágicas. Recuerdo haber lanzado una mirada de socorro a nuestro jefe, como esperando algún acto glorioso y salvador, pero sus ojos, al igual que los de mi hermana mayor y de mi hermanito y los míos y, estaban inundados por el desconsuelo de la perdida.
Pasamos ese inolvidable verano del 88, tal como era de esperarse en casa, acallando nuestro espíritu bullicioso con tareas domesticas. Resignados a mirar desde afuera como el mundo giraba alegremente y pensando quizá en que los invasores habrían tomado definitivamente nuestro refugio. Cuando hubo terminado el tiempo de reclusión veraniega, volvimos a la casa y ya la habían demolido, solo maquinas naranjas malvadas ocupaban aquel terreno árido que alguna vez fue un vergel de fantasías y sueños custodiado por 4 guardianes.
Así lo recuerdo hoy, casi 25 años después, como un agobiante verano, en el que 4 intrépidos soñadores fuimos autores de una de las páginas más fascinantes del libro de mi vida.
¡Qué viaje y que recuerdos de aquellas épocas que todos añoramos y las atesoramos en nuestros corazones!
ResponderEliminarGracias por compartirlo y emocionarnos... ¡a no aflojar y a seguir dándole duro al teclado, que somos muchos los que queremos seguir leyendote!