jueves, 25 de septiembre de 2014

Lunes, y no sonó el celular!!


Ilustracion de Conrad Roset

Me desperté de un sopetón miré el celular y eran las 7!!! por dios lunes de mierda y encima llegar tarde. Salte de la cama tratando de agarrar de una vez todo para vestirme, maldito celular, maldita yo que me quedé leyendo hasta las 2, zapatos, colonia y cartera en una mano, el taper con el yogur y la manzana en la otra mano y un índice casi torcido para sostener el termo de tereré, cambiaría mi vida por este termo; elemento imprescindible para este lado del planeta. Tambaleando hasta el auto, bah, eso que se preciaba de ser auto y en realidad era una extensión de mi departamento.
Me quedé dormida señor! No, tanta sinceridad nunca podía ser buena; pinché! Peor, cuanta gente utilizaba esa patética excusa los lunes, seguro alguien se me adelantaría. Cola y más cola, somos cientos moviéndonos a razón de pocos metros por minuto, la tipa en el auto de a lado se está sacando los mocos. Todavía no definí la excusa mientras bajo el espejito chiquito y si, cara de lunes, con la mano derecha abro la cartera, palpo cada forma en ella hasta sacar el necesaire lo abro y saco la base, esa pasta que sería el antecesor de los filtros del Instagram, te lo pones y mágicamente quedas como; ahora si! Avancé como dos cuadras, vuelvo a chequear en el espejito que sale del techo y ya parezco yo, dejamos atrás ojeras y pigmentaciones varias. Voy a llegar tardísimo prendo la radio escaneo pum ahí; Los Beatles versión sinfónica y mi estómago cruje sin piedad. Intento de nuevo; un embotellamiento tremendo por un accidente en la autopista señor! y cara de fastidiada. No se discuta más. Es lo más factible y menos sospechoso.
Estaciono, agarro con la misma habilidad todo, otra vez índice torcido, corriendo como tarada hasta que Don Ernesto, el guardia del edificio, un señor gordito, bajito y con cara de muchos amigos me dice; che vos pió te olvidaste que es lunes después de la fumigación? Mierda! Cae el taper y el termo bajo lentamente en el primer peldaño de la escalera; decidí dejar de usar ascensor por el tema ese de moda de oficce workout todos hacen algo; levantan una silla o mueven las piernas como alienados, y por que hace un mes una chica de la oficina de abajo quedó encerrada una hora.
Ay se me olvidó! Don Ernesto sonríe sin mucha pompa, supongo que para que no se confunda con burla. No sos la única, Rodrigo, el nuevo llego hasta arriba luego y está bajando. Yo sentada como una rea en el quinto escalón el taper tirado en el tercero, y de atrás escucho esa hermosa voz ronca que me dice riendo a carcajadas; vos también!!!
En milésimas de segundos cruzo las piernas, enderezo por inercia la columna y giro levemente la cabeza hasta verlo detrás mío. Que horror verdad!
Disimulo, tiemblo, escrepita mi corazón, Rodrigo; espécimen que a sus 40 años podría ser uno en un millón. Soltero, independiente, si, no vive con la madre. Viene del sector financiero. Una sonrisa que alegra la mañana y unos ojos que te vuelven zombie y te dan ganas de ponerte a dieta. Encima el muy hijodesumadre que hace? Cantaaa. No me extrañaría que haga trabajos voluntarios con niños camboyanos, ponele! Es de esos tipos que le presentas a tus amigas y si o si una hace un rictus con la cara por que No Puede Creer! Y la verdad vos tampoco.
Alza el taper y el termo y me dice te ayudo? Llevamos esto a tu auto y te invito a desayunar. Yo necesitaría estar grabando esto por que las malditas no me creerían!!!
Derrepente SUENA EL DESPEEEEERTADOOOOOR y miro el reloj; 6 am LUNEEEES arribaaaaaa querida!
Que sueño de mierda la pobre Catalina.

Los Domingos de Estofado

Repetíamos cada tres domingos la rutina, no por que después de treinta años nos siguiese gustando el estofado de venado con grandes cantidades de laurel, sino simplemente nos surcia, a los hermanos, a un calor de hogar ficticio que nos empeñamos con tanta vehemencia en mantener.
La impávida mecanicidad del guiso, mechado con los mismos silencios de hace tantos años nos daba de a pequeños eso que nunca tuvimos y lo inventábamos como un juego.
Por eso siempre que visitábamos sus lustrosas lapidas y en el ritual de vaciar floreros, volver a llenarlos de agua y poner los nuevos lirios pensaba yo en que buena idea la haber aprendido la receta del guiso de mama.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Mujer



I
Pies de sal y pimienta.
Tobillos de harina.
Cucharas como piernas de plata.
Mulsos de almíbar y clavo de olor.

II
Tu sexo de frutas de estación
En un arroyo bajo el naranjo.
Caderas de trigo tostado.
Con un hueco de aceite, un chorro de ombligo.

III
Nalgas de avena y miel.
Campos dorados de pasión.
Vientre, cazuela, puchero.
Alimentas al hijo, al hombre y al dios.

IV
Pechos de arroz con leche.
Pecas de canela.
Te mordisqueo con los dedos.
Te esfumo con mis yemas que queman.

V
Déjame bajar ese cuello de manteca.
Dulces labios de mandarina.
Que suene tu risa de zumo.
Hasta escupir tus dos semillas de nariz.


VI
Quiero tus ojos de uva llena.
Ojos de pulpa risueña.
Ojos de Vino.
Lagrimas de mosto.


VII
Mujer que alimenta, aviva.
Mujer que amamanta, consuela.
Mujer que nutre, enamora.
Mujer que satisface, enloquece.


Ilustracion de Conrad Roset (un verdadero Genio)

jueves, 11 de septiembre de 2014

Brigitte

Habíamos acabado de almorzar, me tocaba levantar los platos con Justino, porque para ello disponíamos de una férrea rutina donde en tanda de dos hermanos nos ocupábamos de las labores domésticas menores.
Lo hicimos rápidamente para poder ir al parque a jugar.
Nuestra casa estaba ubicada en un gran terreno que hacia parte del hospital, rodeada de guayabos, mandarinos, pomeleros y mangos,  al frente, una fila de gravileas custodiaban la entrada para proteger a la casa del implacable polvo chaqueño que nos azotaba apenas traspasásemos la fortaleza.
Salimos por el sendero trasero, pasamos el viejo garaje de madera que hacía de depósito de todo aquello que ya no funcionaba. La sensación de correr con Justino por las sendas recién aradas y cientos de árboles de pomelos enfilados tan apaciblemente era una bienvenida a nuestro verdadero universo; la siesta no horneaba los hombros al extender nuestros brazos para arrancar al paso alguna hoja como testimonio de nuestro dominio, hasta que una voz femenina y con un acento raro nos interrumpió.
Paré y vi a una mujer de tez pálida, delgada, joven, llevaba ropa de enfermera y la cofia blanca perfectamente sujetada con dos hebillas negras a cada lado de la cabeza. Sonrió afablemente y nos preguntó que hacíamos que nos estábamos durmiendo la siesta. Me pareció una verdadera intromisión esa pregunta sumada a que la extraña era ella; qué hacía en nuestro parque?
Justino le sonrió como embelesado, y yo en respuesta enérgica a semejante osadía le dije que no la había visto nunca en el hospital. Ella con una sonrisa casi inquietante me contó que era auxiliar de enfermería y que acababa de llegar del Uruguay. El diálogo fue corto puesto que no teníamos intención de desperdiciar nuestras horas de juego en una lacónica conversación con una desconocida. Continuamos corriendo y de reojo mirábamos hacia atrás para aseguramos de que se había marchado. Las horas siguientes hicimos lo que mejor sabemos hacer los niños en el campo; jugar inventando historias donde los árboles eran invasores y sus frutos armas letales.
Llegamos a la casa para hacer los deberes, preparados para esa terrible automatización obligada de revisar cuadernos y ponernos al día.
En la cena mamá y papá comentaban sobre una mujer indígena que había llegado casi muerta y orgullosos detallaban cómo habían hecho para revivirla. Tener padres médicos nos dejaba expuestos a una descripción de patologías aberrantes a las que fuimos acostumbrándonos a fuerza de repetición. Que un ser humano perdiese algún brazo era visto como una simple consecuencia a un evento fortuito y así aprendíamos a relativizar cada circunstancia que luego nos enseñaría que la vida es mucho más simple desde la óptica de la naturaleza.
En mi casa los accidentes eran indicadores de comportamientos que iban cambiando, las enfermedades, virus que se habían hecho más fuertes y todo tenía una razón de ser y así también nada estaba librado al pensamiento mágico. La ciencia fue sembrando en nuestras mentes sus raíces que años más tarde nos obligarían a cuestionarnos más que cualquier joven de nuestra edad.
Imbuidos de esa filosofía fuimos a dormir, la mañana siguiente era sábado y el fin de semana auguraba padres deambulando por la casa y Abba resonando por cada rincón.
Mamá acostumbraba dedicarse afanosamente al jardín, con algún hit de los 80 sonando en esos novísimos parlantes Hitachi, emprendía una rutina tan fascinante que años después en otro lugar pero con el mismo empeño, yo emularía.
Papá por su lado prefería instalarse en la biblioteca y preparar la exposición de algún próximo congreso de Medicina Interna. Así en ese orden natural que imponía el suelo chaqueño nosotros nos disponíamos a trepar árboles y juntar guayabas cuando el metálico ronroneo de unas máquinas nos alertó, salimos al garaje los cuatro hermanos y vimos unos cuantos hombres con mascarillas rociando los árboles, Ana, mi hermana mayor, alarmada fue a preguntar a mamá que sucedía y ella, sin descuidar el minucioso trabajo de injerto de rosas le respondió que estaban fumigando el parque, que esperásemos para salir.
Decidimos sentarnos los cuatro bajo un mango a esperar la tarea, pasaron como dos horas y cuando se habían ido por fin corrimos al parque del hospital a trepar aquellos árboles que eran parte inobjetable de nuestra infancia. Un patrimonio de inocencia que sólo el campo te podía dar en aquellos años de televisores y videoclubes inundando la capital.
 Allí ya estaban esperándonos otros amigos de la colonia, compañeros de trepadas y guerras de guayabas podridas.
Inmersos en esos espacios sin tiempo fuimos armando cada pedazo de nuestra aventura, después de unas horas rendidos decidimos descansar con unas cuantas mandarinas jugosas para saciar el hambre. Hacíamos una montaña de cáscaras cuando de pronto apareció muy angustiada la misma enfermera uruguaya de la siesta anterior, nos inquirió que por qué comíamos esas frutas, y sonaba inquieta. Esos árboles estaban recién fumigados y sus frutos llenos de veneno!
Nos miramos incrédulos entre todos y sólo atiné a preguntar si nos haría daño. Ella, apesadumbrada nos contó que al comer las frutas nosotros tendríamos el veneno circulando en la sangre y que eso era mortal. Todos soltamos las frutas y Justino muy desconsolado le preguntó si íbamos a morir a lo que ella con una pasmosa tranquilidad respondió que seguramente eso sucedería y que nos quedaba aproximadamente unos treinta minutos de vida.
Sentí que el mundo se apagaba, tomé fuerte de la mano a Ana, mi hermana mayor y juntas, al borde del llanto nos echamos a correr.  Alcance a mirar a los costados y vi a mis amigas del barrio corriendo y llorando tan desconsoladas como yo. No quería morir o realmente jamás me había planteado tal situación. Todos disparamos para nuestras casas, detrás nuestro venían los varones; Horacio y Justino. Los cuatro paramos frente al viejo garaje a debatir, como siempre en estas circunstancias, quién se lo diría a nuestros padres. Eran minutos decisivos, decidimos que Horacio por ser el mayor debía comunicar la triste noticia a mamá y papá; íbamos a morir y ellos merecían saber. Antes de eso nos fundimos en un abrazo interminable, deseando desde lo más profundo que todo sea una pesadilla. Tomados los cuatro de la mano íbamos caminando ya sin prisa, como en una procesión al mas allá. 
Mamá extasiada con Mocedades y sus rosas matizadas nos vio y con aire de quién desconfía de alguna travesura nos preguntó que traíamos entre manos.
El silencio fue sepulcral luego interrumpido por quejidos casi espasmódicos de Justino sucedidos por los míos, ella alarmada miró fijamente a Horacio a los ojos y le recriminó tanto misterio; el rompió en llanto desconsolado y le contó toda la situación y que apenas nos quedaban unos quince minutos de vida, era un mar de sollozos y llantos ensordecedores hasta que una gran carcajada nos cayó como un alivio macabro, nos abrazó a los cuatro con esos brazos infinitos que sólo una madre puede tener y nos contó que ese veneno no era nocivo para la personas y que de seguro Brigitte, la uruguaya, sólo quiso jugarnos una broma pesada.
Al mismo tiempo que recuperaba mis nueve años de vida sentía como una ira se apoderaba de mí al pensar en la maldita enfermera de cofia blanca y su sonrisa endemoniada se había burlado de nosotros. Nacían en mí los primeros esbozos de la sed de venganza, que con mucho esfuerzo pude olvidar.
Por supuesto pasaron muchas horas y ninguno sucumbió al veneno, mamá nos recordaba entre risas que nunca debíamos creer lo primero que nos dijesen sin asegurarnos de quién lo decía.
Las siestas siguieron siendo nuestras jugando en el parque del hospital y mirando a la temible Brigitte que desde lejos nos saludaba con una sonrisa pintada por el propio diablo.