Repetíamos cada tres domingos la rutina, no por que después de treinta años nos siguiese gustando el estofado de venado con grandes cantidades de laurel, sino simplemente nos surcia, a los hermanos, a un calor de hogar ficticio que nos empeñamos con tanta vehemencia en mantener.
La impávida mecanicidad del guiso, mechado con los mismos silencios de hace tantos años nos daba de a pequeños eso que nunca tuvimos y lo inventábamos como un juego.
Por eso siempre que visitábamos sus lustrosas lapidas y en el ritual de vaciar floreros, volver a llenarlos de agua y poner los nuevos lirios pensaba yo en que buena idea la haber aprendido la receta del guiso de mama.
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