Habíamos acabado de almorzar, me tocaba levantar los platos con Justino, porque para ello disponíamos de una férrea rutina donde en tanda de dos hermanos nos ocupábamos de las labores domésticas menores.
Lo hicimos rápidamente para poder ir al parque a jugar.
Nuestra casa estaba ubicada en un gran terreno que hacia parte del hospital, rodeada de guayabos, mandarinos, pomeleros y mangos, al frente, una fila de gravileas custodiaban la entrada para proteger a la casa del implacable polvo chaqueño que nos azotaba apenas traspasásemos la fortaleza.
Salimos por el sendero trasero, pasamos el viejo garaje de madera que hacía de depósito de todo aquello que ya no funcionaba. La sensación de correr con Justino por las sendas recién aradas y cientos de árboles de pomelos enfilados tan apaciblemente era una bienvenida a nuestro verdadero universo; la siesta no horneaba los hombros al extender nuestros brazos para arrancar al paso alguna hoja como testimonio de nuestro dominio, hasta que una voz femenina y con un acento raro nos interrumpió.
Paré y vi a una mujer de tez pálida, delgada, joven, llevaba ropa de enfermera y la cofia blanca perfectamente sujetada con dos hebillas negras a cada lado de la cabeza. Sonrió afablemente y nos preguntó que hacíamos que nos estábamos durmiendo la siesta. Me pareció una verdadera intromisión esa pregunta sumada a que la extraña era ella; qué hacía en nuestro parque?
Justino le sonrió como embelesado, y yo en respuesta enérgica a semejante osadía le dije que no la había visto nunca en el hospital. Ella con una sonrisa casi inquietante me contó que era auxiliar de enfermería y que acababa de llegar del Uruguay. El diálogo fue corto puesto que no teníamos intención de desperdiciar nuestras horas de juego en una lacónica conversación con una desconocida. Continuamos corriendo y de reojo mirábamos hacia atrás para aseguramos de que se había marchado. Las horas siguientes hicimos lo que mejor sabemos hacer los niños en el campo; jugar inventando historias donde los árboles eran invasores y sus frutos armas letales.
Llegamos a la casa para hacer los deberes, preparados para esa terrible automatización obligada de revisar cuadernos y ponernos al día.
En la cena mamá y papá comentaban sobre una mujer indígena que había llegado casi muerta y orgullosos detallaban cómo habían hecho para revivirla. Tener padres médicos nos dejaba expuestos a una descripción de patologías aberrantes a las que fuimos acostumbrándonos a fuerza de repetición. Que un ser humano perdiese algún brazo era visto como una simple consecuencia a un evento fortuito y así aprendíamos a relativizar cada circunstancia que luego nos enseñaría que la vida es mucho más simple desde la óptica de la naturaleza.
En mi casa los accidentes eran indicadores de comportamientos que iban cambiando, las enfermedades, virus que se habían hecho más fuertes y todo tenía una razón de ser y así también nada estaba librado al pensamiento mágico. La ciencia fue sembrando en nuestras mentes sus raíces que años más tarde nos obligarían a cuestionarnos más que cualquier joven de nuestra edad.
Imbuidos de esa filosofía fuimos a dormir, la mañana siguiente era sábado y el fin de semana auguraba padres deambulando por la casa y Abba resonando por cada rincón.
Mamá acostumbraba dedicarse afanosamente al jardín, con algún hit de los 80 sonando en esos novísimos parlantes Hitachi, emprendía una rutina tan fascinante que años después en otro lugar pero con el mismo empeño, yo emularía.
Papá por su lado prefería instalarse en la biblioteca y preparar la exposición de algún próximo congreso de Medicina Interna. Así en ese orden natural que imponía el suelo chaqueño nosotros nos disponíamos a trepar árboles y juntar guayabas cuando el metálico ronroneo de unas máquinas nos alertó, salimos al garaje los cuatro hermanos y vimos unos cuantos hombres con mascarillas rociando los árboles, Ana, mi hermana mayor, alarmada fue a preguntar a mamá que sucedía y ella, sin descuidar el minucioso trabajo de injerto de rosas le respondió que estaban fumigando el parque, que esperásemos para salir.
Decidimos sentarnos los cuatro bajo un mango a esperar la tarea, pasaron como dos horas y cuando se habían ido por fin corrimos al parque del hospital a trepar aquellos árboles que eran parte inobjetable de nuestra infancia. Un patrimonio de inocencia que sólo el campo te podía dar en aquellos años de televisores y videoclubes inundando la capital.
Allí ya estaban esperándonos otros amigos de la colonia, compañeros de trepadas y guerras de guayabas podridas.
Inmersos en esos espacios sin tiempo fuimos armando cada pedazo de nuestra aventura, después de unas horas rendidos decidimos descansar con unas cuantas mandarinas jugosas para saciar el hambre. Hacíamos una montaña de cáscaras cuando de pronto apareció muy angustiada la misma enfermera uruguaya de la siesta anterior, nos inquirió que por qué comíamos esas frutas, y sonaba inquieta. Esos árboles estaban recién fumigados y sus frutos llenos de veneno!
Nos miramos incrédulos entre todos y sólo atiné a preguntar si nos haría daño. Ella, apesadumbrada nos contó que al comer las frutas nosotros tendríamos el veneno circulando en la sangre y que eso era mortal. Todos soltamos las frutas y Justino muy desconsolado le preguntó si íbamos a morir a lo que ella con una pasmosa tranquilidad respondió que seguramente eso sucedería y que nos quedaba aproximadamente unos treinta minutos de vida.
Sentí que el mundo se apagaba, tomé fuerte de la mano a Ana, mi hermana mayor y juntas, al borde del llanto nos echamos a correr. Alcance a mirar a los costados y vi a mis amigas del barrio corriendo y llorando tan desconsoladas como yo. No quería morir o realmente jamás me había planteado tal situación. Todos disparamos para nuestras casas, detrás nuestro venían los varones; Horacio y Justino. Los cuatro paramos frente al viejo garaje a debatir, como siempre en estas circunstancias, quién se lo diría a nuestros padres. Eran minutos decisivos, decidimos que Horacio por ser el mayor debía comunicar la triste noticia a mamá y papá; íbamos a morir y ellos merecían saber. Antes de eso nos fundimos en un abrazo interminable, deseando desde lo más profundo que todo sea una pesadilla. Tomados los cuatro de la mano íbamos caminando ya sin prisa, como en una procesión al mas allá.
Lo hicimos rápidamente para poder ir al parque a jugar.
Nuestra casa estaba ubicada en un gran terreno que hacia parte del hospital, rodeada de guayabos, mandarinos, pomeleros y mangos, al frente, una fila de gravileas custodiaban la entrada para proteger a la casa del implacable polvo chaqueño que nos azotaba apenas traspasásemos la fortaleza.
Salimos por el sendero trasero, pasamos el viejo garaje de madera que hacía de depósito de todo aquello que ya no funcionaba. La sensación de correr con Justino por las sendas recién aradas y cientos de árboles de pomelos enfilados tan apaciblemente era una bienvenida a nuestro verdadero universo; la siesta no horneaba los hombros al extender nuestros brazos para arrancar al paso alguna hoja como testimonio de nuestro dominio, hasta que una voz femenina y con un acento raro nos interrumpió.
Paré y vi a una mujer de tez pálida, delgada, joven, llevaba ropa de enfermera y la cofia blanca perfectamente sujetada con dos hebillas negras a cada lado de la cabeza. Sonrió afablemente y nos preguntó que hacíamos que nos estábamos durmiendo la siesta. Me pareció una verdadera intromisión esa pregunta sumada a que la extraña era ella; qué hacía en nuestro parque?
Justino le sonrió como embelesado, y yo en respuesta enérgica a semejante osadía le dije que no la había visto nunca en el hospital. Ella con una sonrisa casi inquietante me contó que era auxiliar de enfermería y que acababa de llegar del Uruguay. El diálogo fue corto puesto que no teníamos intención de desperdiciar nuestras horas de juego en una lacónica conversación con una desconocida. Continuamos corriendo y de reojo mirábamos hacia atrás para aseguramos de que se había marchado. Las horas siguientes hicimos lo que mejor sabemos hacer los niños en el campo; jugar inventando historias donde los árboles eran invasores y sus frutos armas letales.
Llegamos a la casa para hacer los deberes, preparados para esa terrible automatización obligada de revisar cuadernos y ponernos al día.
En la cena mamá y papá comentaban sobre una mujer indígena que había llegado casi muerta y orgullosos detallaban cómo habían hecho para revivirla. Tener padres médicos nos dejaba expuestos a una descripción de patologías aberrantes a las que fuimos acostumbrándonos a fuerza de repetición. Que un ser humano perdiese algún brazo era visto como una simple consecuencia a un evento fortuito y así aprendíamos a relativizar cada circunstancia que luego nos enseñaría que la vida es mucho más simple desde la óptica de la naturaleza.
En mi casa los accidentes eran indicadores de comportamientos que iban cambiando, las enfermedades, virus que se habían hecho más fuertes y todo tenía una razón de ser y así también nada estaba librado al pensamiento mágico. La ciencia fue sembrando en nuestras mentes sus raíces que años más tarde nos obligarían a cuestionarnos más que cualquier joven de nuestra edad.
Imbuidos de esa filosofía fuimos a dormir, la mañana siguiente era sábado y el fin de semana auguraba padres deambulando por la casa y Abba resonando por cada rincón.
Mamá acostumbraba dedicarse afanosamente al jardín, con algún hit de los 80 sonando en esos novísimos parlantes Hitachi, emprendía una rutina tan fascinante que años después en otro lugar pero con el mismo empeño, yo emularía.
Papá por su lado prefería instalarse en la biblioteca y preparar la exposición de algún próximo congreso de Medicina Interna. Así en ese orden natural que imponía el suelo chaqueño nosotros nos disponíamos a trepar árboles y juntar guayabas cuando el metálico ronroneo de unas máquinas nos alertó, salimos al garaje los cuatro hermanos y vimos unos cuantos hombres con mascarillas rociando los árboles, Ana, mi hermana mayor, alarmada fue a preguntar a mamá que sucedía y ella, sin descuidar el minucioso trabajo de injerto de rosas le respondió que estaban fumigando el parque, que esperásemos para salir.
Decidimos sentarnos los cuatro bajo un mango a esperar la tarea, pasaron como dos horas y cuando se habían ido por fin corrimos al parque del hospital a trepar aquellos árboles que eran parte inobjetable de nuestra infancia. Un patrimonio de inocencia que sólo el campo te podía dar en aquellos años de televisores y videoclubes inundando la capital.
Allí ya estaban esperándonos otros amigos de la colonia, compañeros de trepadas y guerras de guayabas podridas.
Inmersos en esos espacios sin tiempo fuimos armando cada pedazo de nuestra aventura, después de unas horas rendidos decidimos descansar con unas cuantas mandarinas jugosas para saciar el hambre. Hacíamos una montaña de cáscaras cuando de pronto apareció muy angustiada la misma enfermera uruguaya de la siesta anterior, nos inquirió que por qué comíamos esas frutas, y sonaba inquieta. Esos árboles estaban recién fumigados y sus frutos llenos de veneno!
Nos miramos incrédulos entre todos y sólo atiné a preguntar si nos haría daño. Ella, apesadumbrada nos contó que al comer las frutas nosotros tendríamos el veneno circulando en la sangre y que eso era mortal. Todos soltamos las frutas y Justino muy desconsolado le preguntó si íbamos a morir a lo que ella con una pasmosa tranquilidad respondió que seguramente eso sucedería y que nos quedaba aproximadamente unos treinta minutos de vida.
Sentí que el mundo se apagaba, tomé fuerte de la mano a Ana, mi hermana mayor y juntas, al borde del llanto nos echamos a correr. Alcance a mirar a los costados y vi a mis amigas del barrio corriendo y llorando tan desconsoladas como yo. No quería morir o realmente jamás me había planteado tal situación. Todos disparamos para nuestras casas, detrás nuestro venían los varones; Horacio y Justino. Los cuatro paramos frente al viejo garaje a debatir, como siempre en estas circunstancias, quién se lo diría a nuestros padres. Eran minutos decisivos, decidimos que Horacio por ser el mayor debía comunicar la triste noticia a mamá y papá; íbamos a morir y ellos merecían saber. Antes de eso nos fundimos en un abrazo interminable, deseando desde lo más profundo que todo sea una pesadilla. Tomados los cuatro de la mano íbamos caminando ya sin prisa, como en una procesión al mas allá.
Mamá extasiada con Mocedades y sus rosas matizadas nos vio y con aire de quién desconfía de alguna travesura nos preguntó que traíamos entre manos.
El silencio fue sepulcral luego interrumpido por quejidos casi espasmódicos de Justino sucedidos por los míos, ella alarmada miró fijamente a Horacio a los ojos y le recriminó tanto misterio; el rompió en llanto desconsolado y le contó toda la situación y que apenas nos quedaban unos quince minutos de vida, era un mar de sollozos y llantos ensordecedores hasta que una gran carcajada nos cayó como un alivio macabro, nos abrazó a los cuatro con esos brazos infinitos que sólo una madre puede tener y nos contó que ese veneno no era nocivo para la personas y que de seguro Brigitte, la uruguaya, sólo quiso jugarnos una broma pesada.
Al mismo tiempo que recuperaba mis nueve años de vida sentía como una ira se apoderaba de mí al pensar en la maldita enfermera de cofia blanca y su sonrisa endemoniada se había burlado de nosotros. Nacían en mí los primeros esbozos de la sed de venganza, que con mucho esfuerzo pude olvidar.
Por supuesto pasaron muchas horas y ninguno sucumbió al veneno, mamá nos recordaba entre risas que nunca debíamos creer lo primero que nos dijesen sin asegurarnos de quién lo decía.
Las siestas siguieron siendo nuestras jugando en el parque del hospital y mirando a la temible Brigitte que desde lejos nos saludaba con una sonrisa pintada por el propio diablo.
El silencio fue sepulcral luego interrumpido por quejidos casi espasmódicos de Justino sucedidos por los míos, ella alarmada miró fijamente a Horacio a los ojos y le recriminó tanto misterio; el rompió en llanto desconsolado y le contó toda la situación y que apenas nos quedaban unos quince minutos de vida, era un mar de sollozos y llantos ensordecedores hasta que una gran carcajada nos cayó como un alivio macabro, nos abrazó a los cuatro con esos brazos infinitos que sólo una madre puede tener y nos contó que ese veneno no era nocivo para la personas y que de seguro Brigitte, la uruguaya, sólo quiso jugarnos una broma pesada.
Al mismo tiempo que recuperaba mis nueve años de vida sentía como una ira se apoderaba de mí al pensar en la maldita enfermera de cofia blanca y su sonrisa endemoniada se había burlado de nosotros. Nacían en mí los primeros esbozos de la sed de venganza, que con mucho esfuerzo pude olvidar.
Por supuesto pasaron muchas horas y ninguno sucumbió al veneno, mamá nos recordaba entre risas que nunca debíamos creer lo primero que nos dijesen sin asegurarnos de quién lo decía.
Las siestas siguieron siendo nuestras jugando en el parque del hospital y mirando a la temible Brigitte que desde lejos nos saludaba con una sonrisa pintada por el propio diablo.
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