Desde chica
me gustó ese mundo de objetos aglutinados del coleccionista.
Lo primero
que recuerdo haber juntado de a montones, en un depósito de mí casa, fueron gatos.
El amor irrevocable que les profeso a los mininos me convirtió en la salvadora gatuna
del barrio, llegué a cobijar casi cincuenta. Claro que duró lo que tardó mí mamá
en descubrir tal obra filantrópica descabellada.
Una mañana,
fue hasta el depósito abandonado a buscar algo y casi infarta al ver heladeras
viejas todas dispuestas cual guardería,
atiborrada de gatos. Inmensa tarea que solo fue posible gracias a mis
hermanos y su silencio cómplice.
Quedé
advertida sobre los inconvenientes de coleccionar seres vivos, así que opté por
copiar a mis compañeritas de grado e ingresé a ese universo rosa de los papeles
de cartas.
Mucha gente
ni tendrá idea de que se tratan, los comprobamos en suelto de las librerías y
venían impresos con dibujos de Sarah Kay, Frutillita y otras fantasías de
aquella época. Intercambiábamos con tanto esmero, la caja de papeles era
llevada cada día a la escuela y en el recreo, nos sentábamos a negociar
nuestros deseos, los perfumados tenían más valor. Dos sin perfume por uno con,
esa era la escala.
Como el
tiempo es una pandorga que con un poco de viento a favor, vuela y vuela,
quedaron durmiendo en los estantes,
apilados encima de los diarios íntimos y chismógrafos en cuadernos Avon, esos dulces rectángulos con colores y
aromas de niñas.
La
adolescencia fue una etapa muy radical, donde las hormonas no dieron pie a
ninguna colección, salvo noviecillos, que sería poco educado de mi parte mencionar,
por eso obviemos el comentario y pasemos a mis dieciocho, dónde retomando el
viejo hábito del rejunte, me obsesioné con las tazas, preferentemente de
lugares visitados y así con la ayuda de todos mis amigos viajeros más algunas
escapadas mías, decoré la cocina de mí casa materna, la vieja quedó así
resarcida por aquel desagradable episodio de los gatos.
Cómo fui
madre muy joven, a los veintidós, demás
está decirles que lo único que podía coleccionar en esa etapa eran pañales y
biberones, además de horas de insomnio y rellenos de piñatas en todas mis carteras.
Los treinta
y piquito (ya tengo que insertar la duda de la edad, es obligatorio y de buen
gusto) llegaron con hijos pre adolescentes, la mar en calma, la casa en orden
y... ganas de volver a un viejo hábito.
Ayer
comencé mi colección de tunitas, con la fascinación que tenemos al ir apilando
eso que nos da una rara y comedida alegría.
Elegí
tunitas porque me parecen unas plantas muy independientes, pueden estar mucho
tiempo sin agua, aclaro esto porque si quisiese algo de que vivir pendiente
tendría otro hijo, o en su defecto otro gato, pero ese no es el objetivo, por ahora, mi casa cuenta ya con los huéspedes necesarios.
Así que mis
tunitas durmiendo en macetitas de colores ya están adornando el quincho
de casa, los miraré multiplicarse y en ello consistirá mi dosis de
satisfacción.
Ni tantos
secretos, ni demasiadas vueltas, hay actividades en la vida tan minúsculas y triviales que
si bien no te solucionan problemas, distraen y acarician sin que uno se dé
cuenta.
Les dejo unas fotos!
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